La máscara
Por Camila Proaño
Un día, como
cualquier otro, ella se despierta en un país lleno de nostalgia y hambruna
tensionado por la corrupción, el capitalismo primitivo que come el estado se
huele en cada esquina como el café. Este desparrama su dulce olor a sus ciegos seguidores,
y es bebido en una taza frágil conocida por estar sumergida en una crisis
profunda, no política, no migratoria, como aseguran los portales de noticias,
sino en una de sentimientos. En esta depresión, ella, adoradora de lo perdido, respira
apatía, desayuna papel verde con caras impresas y se coloca su labial rojo como
la hipocresía que vive dentro de una grana. Pues bien, al aparecer el alba cada
día recubre sus facciones y debilidades con un pedazo de concreto hecho a la medida,
algo así, como una máscara. Esta le recuerda las rosas con espinas que
lastimaban sus manos cuando sentía ,la sangre que corría por sus ojos cuando lloraba,
como la presión arterial bajaba, y como los latidos disminuían o se aceleraban
produciendo taquicardia;¿dónde están todas estas aflicciones que son parte de
estar vivo?, ¿acaso están con aquellos que luchan como caballeros o con los
simples bufones que se contentan con las carcajadas de un tirano?, ¿dónde están
los sentidos primitivos que logran que el sentir sea un hecho? Tal vez ya no
existen o tal vez fueron asesinados por un cazador en un bosque lleno de
críticas y heridas profundas que jamás lograron sanar completamente y que aún
persisten como un tumor en la amígdala.
Un tumor deformado en el reflejo de un espejo social, producto de su banca rota de emociones, en un mundo donde nadie se toca, donde quien declara su amor no es un poeta, sino
un estúpido arriesgado, y que en las relaciones el poder lo tiene quien no
cierra los ojos al momento de un beso, es decir, quien mancha el reflejo del
otro en el cristal al igual que un frívolo sicario ensucia de sangre sus manos
y su conciencia. Pues bien, cada día pasa sin percibir o ver en aquel espejo
esperando encajar en el papel de una obra organizada por una sociedad prejuiciosa, gobernada por cuatro feroces caballos descritos como apocalipsis, los cuales conforman
su alma llena de un dolor semejante a recibir un clavo en la piel. En sus
adentros busca una salida que garantice el sentir, pero los caballos que corren
desaforados en sus laberintos mentales no se detienen y aquel cemento en su
cara se impregna como la colonia de un viejo conocido en sus lóbulos temporales. ¿Cómo recordar algo tan puro viviendo en el corazón de la hipocresía y orgullo ?,
¿cómo unos animales salvajes diluyen sus sentidos a través de un trozo de
concreto cocido con agujas a la tez? , quizás de la misma manera en la que las
personas prefieren ir a un cirujano plástico con sus complejos que adentrarse
en su musculo cardíaco conectado a arterias ,que rumorean el pasar de la sangre
coagulada y los recuerdos que alguna vez formaron parte de una vida sentimental
sin emociones.
Esa vida en la
que los jinetes burócratas venden a personas como si se trataran de platillos
de comida rápida rancia, los cuales se crean a conveniencia; se pide a alguien alto,
con pelo castaño, con ojos cafés, con piel rosada, etc. Bien, se pide a
alguien perfecto socio-económicamente o artificialmente, alguien fabricado
personalmente al igual que un muñeco Vudú repleto de algodón siliconado y magia
negra, el cual es el centro gravitacional de una depresión colectiva. La crisis
es profunda como cáncer a la médula de la sociedad, sin cura, sin anestesia,
avanza y refleja la inexistencia del sentido de tacto en la piel de otra
persona y la falta de calor en un cuerpo frío hasta las puntas de los pies.Ese que
guarda sus emociones en su estómago tan dañado por la acumulación de recuerdos
sin revivir, de risas sin doler, perfumes sin volver a oler, ira sin resolver,
despedidas sin llorar y vacíos sin llenar. El circulo común obliga a pertenecer
a un ciclo sin fin, un ciclo que renta el cuerpo y los órganos para llenarlos
de sentimientos desbocados sin desatar y que algún día explotaran no solo en la
mente, sino también en sus ojos y labios descosiendo la farisea mascara que
protege a su interior del exterior para evitar dolor, heridas , para no
simpatizar con alguien y no sentir el cosquilleo en las piernas, el enrojecimiento
en los pómulos, y el lío de unos labios
sobre otros. Nunca se sintió tan duro un adiós jamás sufrido con destino separado por mares de distancia de sus cercanos. Mejor dicho, nunca se sintió,
ya que las emociones fueron encarceladas en botellas de cristal dentro de un
cuerpo automático que no sabe acatar una orden critica del núcleo del corazón.
Hay tantas
preguntas en la cabeza ¿Por qué sería necesario sentir en un mundo mandado por
una sociedad sin tacto?, ¿por qué seguir usando una máscara en vez de gestos
que desaten emociones verdaderas y puras?, ¿por qué es más complicado acariciar
a otro que lastimarlo? Se debe a que la sociedad ha implantado voces en la
cabeza para construir robots con temor a un “No” en una declaración romántica,
preferir un cuchillo antes que una rosa y memorizar discursos de un tirano, y
así, no parecer débil como un vaso de la más fina luna, sino ser una armadura de
metal móvil. La única solución, para ella ,a estas preguntas fue arrancarse la careta de
tal manera que al producir dolor llorara lágrimas tan pesadas como la
conciencia en una mente arrepentida, y desasiera nudos en la garganta guardados
por largos años sin vivir. Al romper aquella máscara ,fragmentada por su uso
diario, en mil pedazos como la cerámica al caerse, sintió la mejilla y ojos humedecerse,
así es, por fin logro ver sus lágrimas y su pena en el espejo que jamás la
había reflejado. Además, percibió en su interior la liberación de su cárcel
abstracta, en la cual estaba condenada perpetuamente por un delito crónico en
la sociedad, el sentir natural y espontáneo que genera a la humanidad.
Así, asimiló finalmente que la máscara no le
encajaría nunca más.
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