sábado, 18 de mayo de 2019

Síndrome de una adicción



Síndrome de una adicción

  Por Camila Proaño


Despertó entre sábanas blancas como los huesos de sus costillas impregnadas a su cuerpo húmedo y tan frías como la lluvia que se avecinaba ante sus dilatados ojos marrones, que se expandían debido a la sustancia narcótica consumida, la cual aspiró e inyectó profundamente en su piel inundada de los recuerdos de la noche pasada que se sentía tan pesada como un kilo de plomo puro y a la vez liviana al igual que una pluma abandonada despectivamente por un emú. Aquella velada vivida descubrió en un pecho ajeno una droga hipnotizante que hacía que su vista se nublara totalmente, que su aliento se congelara, y que desataba cosquillas en sus muslos al pasar unos comunes y carnosos labios, con poco que decir, sobre ellos, unos labios carmín que alguna vez probaron el fruto prohibido a manos de una serpiente traicionera en un lugar difamado por ser el paraíso. Pero aquel rose de sus bocas en su mente era el más allá, sin lugar a dudas, aunque tal vez pudo ser su médula oblonga que trataba de controlar con exactitud su respiración agitada o sus hormonas en el encéfalo que producían excitación en el hígado al igual que lo hace una copa de Chardonnay a la madrugada después de un día sin satisfacción. Sintió a su alma conectarse con un puente a su musculo cardíaco cuando por fin experimentó la clavícula de su amante estrujando sus pechos, que temblaron con ansias de poseerlo sin ninguna restricción horaria o condición, solo tenerlo sobre su cuerpo en las noches vecinas, en las cuales la gravedad se desvanecía como la manzana de Newton lo hizo en el aire. Una gravedad que era imposible cuando sus piernas desnudas se enlazaban una sobre otra, y a través de las cuales sentían la transpiración tibia del otro, una transpiración tan pura como el agua turquesa de un manantial, una transpiración que se generaba solo con su simple e insignificante presencia. Pues bien, él lo cambiaba todo, mejor dicho, no él, sino la droga que se encontraba en su espalda gruesa y fornida formada por varios huesos que asomaban al moverse sobre ella, esos huesos que algún día serian objeto de algún delirio físico dispuesto por un corto circuito interno y que produciría un enfrentamiento entre su conciencia y su adicción. ¿Quién ganaría?, ¿aquel que despojo el cuerpo de la razón y la cambio por un veneno dulce que llena el cuerpo de un placer infinito? o ¿aquel que cuestiona el poder del tacto y lo hace ver despreciable o como un exterminador de neuronas?

Después de todo quería que aquella noche, con luz de luna creciente, durara por toda una vida o al menos por el resto de la suya, deseaba seguir sintiendo el labio inferior de su amante por su abdomen hasta su cuello y la succión que estos hacían provocando coloraciones violáceas en la tez, pero nada es eterno y nada absolutamente nada es verdadero. Siempre se guió por las demandas de una familia estrictamente conservadora, pero ahora la armonía de sus caderas juntas en simetría producía dentro de su abdomen una sensación de bienestar perenne y este no dependía de ningún ser supremo, sino de una iglesia nueva y reconfortante en su interior, que no moriría como la de Nietzsche por ansiedad o locura. Ahora sentía que era la naranja completa, y que el síndrome que se le impregnaba a la piel era una enfermedad concedida por un ángel bañado en oro, un ángel que le sirvió los pecados capitales en una charola en forma del más dulce chocolate suizo que pueda existir, ocasionándole diabetes y obsesión aguda hacia ellos. ¿Como algo tan satisfactorio y natural puede ser objeto de desdicha en la sociedad? Tal vez el narcótico lo hacía ver todo más claro, ese narcótico que es conocido por penetrar en las miradas de dos personas no destinadas, ese que es conocido por el desenfreno que produce en dos mentes y dos almas. Luego de haber probado esta droga era imposible volver a la cordura y al espacio común del tiempo que recorre los relojes día y noche.

Entre las sábanas que despertó había una fragancia de masculinidad que resaltaba como el olor del jazmín en una plantación de amapolas; había también a su alrededor muchas rosas con espinos afilados, al igual que un pedazo de vidrio, de los cuales una sustancia roja se derramaba, en ella se podían ver fotos provenientes de su circuito neuronal. Pero en ninguna lograba ver el rostro de su amante, así que busco entre las cobijas para sorprender las facciones de su amado dormidas; sin embargo, nadie se encontraba junta a ella. Súbitamente, vio a su alrededor como seguía fluyendo ese líquido grana sin fin, haciéndose cada vez más denso y oscuro, a manera de un río en el cual se derramo oro negro, y como un cadáver lívido al cual se le había sacado el corazón la observaba desde los pies de la cama; reconoció al fin el rostro de su síndrome, un rostro sin vida. Entonces, asimiló la presencia de un cuchillo en su mano y la inexistencia de rosas, estas fueron reemplazadas por la imagen de un corazón partido en doce pedazos, pero que seguía palpitando al igual que su sentimiento por su víctima. De pronto, despertó desde su interior ,y lo supo todo, era una pesadilla placentera dictada por su mente compulsiva y bipolar, que deseaba sentir otra vez el impregnar de un cuchillo en una piel inocente. Continuó analizando su pesadilla, después de tomar sus medicamentos de los cuales la mayoría eran calmantes y drogas, que jamás se sentirían como aquella que probo esa noche junto a ese hombre pálido, pero le provocaban un nivel de estimulación sana para su mente trastornada. Tantos pensamientos acerca de la causa por la cual se encontraba retenida en una celda de algún manicomio miserable, en el que se oían gemidos de horror rogando ayuda y choques eléctricos que producían un olor a cerebro calcinado, la llevaron a su conclusión final, es decir, ese recuerdo repetitivo en sus sueños y que reinaba su vida era su “felices para siempre”, que aparece en el desenlace de cada cuento de Disney. Ese final añorado en el que todo es alegría, en el tal vez las princesas nunca fueron dichosas, solo deseaban calmar sus suspiros al sustraer el núcleo vital de un príncipe de su cuerpo, quizás las princesas no eran perfectas, y escondían su verdadero delirio bajo esas telas largas con forma de elegantes vestidos de colores poco realistas. ¿Acaso las princesas eran mentirosas patológicas?, ¿y los finales placenteros son manipuladores psicópatas con un encanto superficial y extravagancia excesiva?


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